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La maleta vengativa

Me gusta viajar.  No.  Me ENCANTA viajar.  La emoción de la planeación, itinerarios, cosas que hacer, qué llevar, reservas y compras de tickets por delante, dónde comer. En fin.  Mi cerebro es muy feliz en esas planificaciones y mi corazón mucho más.  Ir a New York a visitar a Armando es como ir a mi segunda casa.  Mi segunda ciudad.  En la cual hay rutinas y sitios favoritos que ponen orden en cierto modo y por supuesto siempre hay sorpresas que echan escarcha a la experiencia.

Por costumbre tomé el último vuelo de la tarde, que llega alrededor de la una de la madrugada.  No se por qué, antes era mi favorito porque me permitía “aprovechar el día en Panamá”.  Cosa que, en mi replanteamiento de muchas cosas, me he dado cuenta era totalmente innecesario si me organizaba bien y priorizaba realmente.

No se si el cansancio, el sueño, el hecho de que cuando viajo sola para allá me hacen mil preguntas más que si viajo acompañada…pero a la hora de recoger las maletas de la cinta, había una que no encontraba.  Los otros pasajeros se iban desvaneciendo al igual que las maletas dando vueltas y yo ahí.  Ay…ahora se perdió, se quedó en Panamá, qué llevaba en ella que fuese imprescindible, todas esas preguntas.  Quedamos solo una maleta huérfana y yo.  Y yo la veía y decía, pues esa no es mi maleta. Tiene un moño naranja, yo jamás le pongo eso a las maletas.  Es muy chiquita.  Ese no es el color.  Había una y mil razones para que no fuera mi maleta faltante.

Voy donde la persona encargada para que por favor verificara si ya habían descargado todo el avión.  Me dice que si…como último recurso, le doy mi “boarding pass” para que verificara con el código y ella me dice, que vamos a chequear a ver si la maleta solitaria que quedaba era la mía. Yo, muy segura de mi, ¡le dije que esa no era! Que yo no había puesto un moño naranja en mi maleta.

Para mi gran sorpresa y mayor vergüenza, SI ERA.  La cara de la señora fue un poema cuando me dijo: “Señora…esa es su maleta”.  Y pues si, si lo era.

La recogí junto a mi orgullo pisoteado y mi preocupación de que si es que se me estaba borrando el casete y salimos triunfantes a tomar el taxi (por supuesto, antes comprando la People, Vogue, Vanity Fair, una botella de agua y un Milky Way).

Luego de una estancia maravillosa, en la cual me sentí más triunfante que Usain Bolt al lograr empacar todos los pedidos por internet sin tener sobrepeso en ninguna maleta, parto como caravana de camellos hacia el aeropuerto de vuelta.  Pensé en registrar la maleta huérfana en carga en lugar de llevarla en la mano, pero decidí que mejor no.  Pero cuando llego a la puerta del avión, piden que por favor los pasajeros que quieran registren su equipaje de mano porque el vuelo está repleto.  Yo digo, bueno, es una señal, la voy a registrar y me voy de manos libres.

Llego a Panamá sin contratiempos hasta que….la maleta decide manifestar su sentimiento de abandono y mi falta de apego hacia ella y decide esconderse para que yo no la encuentre, otra vez.

Ese día entendí cuando dicen que “la historia se repite en espiral”.  Nuevamente, me voy quedando sola, van desapareciendo las maletas de la cinta y yo ahí, esperándola una vez más. Decido repetir el ritual y acercarme a los encargados de equipaje, que muy amablemente la salieron a buscar como si fuera un niño el que estaba perdido.  Bueno, no estaba en el área.  No estaba en la cinta.  Ultimo intento, será que todavía está en el avión o es que se quedó rezagada o…es que nunca abordó en Nueva York.

Siento en ese momento casi que una presión en el pecho y una incredulidad del tamaño del Empire State.  Ella me las estaba cobrando.  El que no la reconocí en Nueva York, el que la negué en repetidas ocasiones.  ¿Será que no le pedí perdón?  Por el momento decido ignorar su clara manifestación de descontento y enfocarme que lograr reunirme con ella a la brevedad.

Para alivio de todos los presentes, ella se había quedado en la puerta saliendo del avión, un lugar donde jamás debió haber estado!!!!!, sin embargo, ahí fue a dar y me la trajeron sana y salva a mis manos, sin poderse explicar cómo había llegado hasta ahí.  Esta vez, luego de haberla regañado por asustarme así, le pedí perdón por ser tan mala madre y le di un abracito diciéndole que esto nunca más volvería a pasar.

Pero, luego irrumpió en mi cabeza una idea, como siempre pasa, y con su suave voz me dijo: “yo creo que no debes viajar más con ella, creo que ha quedado claro que ella no quiere viajar contigo”.  Pelé los ojos, porque no se me había ocurrido, pero en el fondo creo que es verdad.

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