Les debía una parte 2 de este personaje. Lo tenía en mente hace rato, pero se fueron colando otras inquietudes y él fue quedando relegado, hasta que me atropelló mi recién contada odisea de fin de año. Casi lo sentí como un halón de orejas de su parte y su voz diciéndome, “chica, que se te ha quedado por fuera la mejor historia”. Si leyeron mi último escrito, yo estoy convencida que gracias al Rosario que él me regaló es que regresó mi cartera, así que entendí el mensaje y este escrito va para el tío Juan.
Quiero arrancar con la señora que le colaboraba en su casa, la misma que fue la cocinera para mi abuela desde tiempos inmemoriales. Se llamaba Brígida y la conocí muy bien desde pequeña, ya que me correteaba por órdenes de mi abuela para asegurarse que hubiese comido. Hasta mis hijos la llegaron a conocer, pesando como 80 libras, flotaba como un fantasma por los pasillos de la casa, manteniendo todo en orden o cocinando y llenando cada rincón con un olor tan específico que no lo logro describir.
Siempre con su falda larga, siempre con su turbante blanco en la cabeza y su piel morena reluciente, tenía una edad que no me atrevo a adivinar. Brígida era practicante de la religión afrocubana y uno de sus hijos era una persona con cierta posición en el partido quien la podía mantener sin problema y le pedía que ya fuera a su casa a descansar. Aunque ya no tenía que trabajar, no podía dejar solo al Padre Juan. Yo los miraba, décadas de buenos momentos, zozobras, secretos, la muerte de mi abuela compartidos. Dos seres tan disímiles en todo sentido, pero unidos por un vínculo que no aflojó hasta el final de la vida de ella. Yo les confieso que a veces siento que me acompaña a mí también y hasta en sueños la he visto.
Luego de este aparte, voy a dedicarle unas líneas a las habilidades del Tío Juan en el manejo. Lo resumo en que para abordar un auto que el condujera había que tomarse un calmante previamente. El tío Juan no veía bien, es más, creo que era legalmente ciego, pero, no quería ceder su derecho de estar al volante. Por supuesto que el encontró una solución y fue que una de las personas que estaban con el viajaran en el asiento del pasajero y le indicaran verbalmente las instrucciones. Si, están leyendo bien. Para ponerles un ejemplo práctico, si venía un semáforo, la persona adelante debía ir advirtiendo “verde, verde, amarillo, amarilloooooo, rojoooooooooooooo”, para que el fuera actuando acorde. Si había que girar, igualmente era “va para la derecha, derecha, derecha, derechaaaaaa yaaaaaaa”. Y si había que frenar, la cosa era “ve parando, para, para, paraaaaaaa”.
La primera vez que mi esposo vio esto pensé que tendríamos que ir al cuarto de urgencias a raíz del infarto. Quiero que sepan que no tuvo accidentes, ni atropelló a nadie. Creo que esto también se debe a que en Cuba no hay tanto tráfico y a que la Caridad del Cobre enorme que estaba en la sala lo acompañaba también afuera de la casa.
De esto a continuación, cuando me enteré si pensé que era hora de retirarle el Lada azul. Resulta que se le dañó la bomba que alimenta al motor con la gasolina del tanque. Por supuesto no había forma de reemplazarla hasta que una mente tan recursiva como temeraria le recomendó lo siguiente. “Qué tal si agarramos un galón de aceite vacío, lo llenamos de gasolina y lo ponemos a los pies del pasajero. Entonces, le ponemos una manguera en la boca, abrimos un hueco y la guiamos hasta el motor”. No me pregunten cómo funcionaba técnicamente, pero al parecer era un remedio común y como se imaginan, el pasajero llevaba una bomba a sus pies.
Y así anduvo, no sé cuánto tiempo, hasta que ocurrió lo que había demorado demasiado en pasar. Se prendió el carro. Gracias a Dios se bajaron rápido y por remedio se les ocurrió tirarle tierra de la isleta de la avenida al motor con la ayuda de los vecinos del área. Por la misma tierra salvadora más el fuego, entiendo que el motor sufrió daños considerables y fue la mejor excusa para quitarle las llaves.
Muy en el fondo, siento que el ya nunca más fue el mismo, una persona con carácter, independiente, voluntariosa, brillante y con la energía de una central termonuclear, se quedó varada en el puerto. Al rato se muda a un hogar de retiro para sacerdotes y en su pequeño apartamentito oficiaba misa de vez en cuando. Ahí lo visité varias veces. En una de las visitas me recibió el torbellino de antes, contándome ofuscado que si yo podía creer que iban a trasladar a unas monjas a vivir en el hogar. No hubo palabras para aplacar su disgusto.
Luego en otra me contó “¿Chica, tu te acuerdas del gato que tenía el Padre Pedro?, a las monjas no les gustaba y lo mataron, estoy seguro de que fueron ellas”. La disputa era seria. No estoy segura como terminó, solo les puedo decir que al poco tiempo las monjitas ya no vivían allí.