Señores, a ustedes les ha caído muy bien la cubana…así que luego de las cartas que intercambiaron el tío Juan y mi papá, quien casualmente es Julio César, les voy a contar esta historia.
Mi papá era un fumador empedernido, en Cuba se fumaba muchísimo, desde muy jovencitos. Recuerdo haber ido a oficinas públicas y todos estaban fumando en sus escritorios, creo que hasta los médicos fumaban mientras operaban a los pacientes. Cuando iba a Cuba compraba los cigarrillos locales como los Ducados (que creo en verdad son españoles), los cuales eran literalmente un cáncer de pulmón waiting to happen. Sin filtro y fuertísimos, una vez le robé uno y casi me desmayé.
Pero su día a día giraba alrededor de los Tiparillos y los Robert Burns, que eran como unos puros pero delgados y en algunos casos traían una boquilla de plástico. Por supuesto, disfrutaba un buen puro de vez en cuando y tuvo su época de pipa también.
Una sola ventaja les puedo relatar y era que nunca se percató de que mis amigas y yo fumábamos en secundaria, ya que él estaba completamente inmunizado al olor. Ahora, casi nos pilla una vez porque “estudiábamos” en el den y no lo escuchamos venir. Cuando hizo su entrada triunfal, atinamos a tirar los cigarrillos donde fuera, incluyendo la jaula de la lora Petra, quien fue un real ejemplo de fumadora pasiva. Jamás se dio cuenta.
En mi casa había ceniceros por todos lados y, a medida que fue envejeciendo sumándole los problemas de la vista, las cenizas fueron cubriendo todas las superficies como copos de nieve. La pobre señora de la limpieza se esforzaba en atrapar cada copo rebelde que se resistiera a ser capturado.
La cosa es que no solo la ceniza caía, también las candelitas. Y cuando fuimos a ver, gran parte de su colección de guayaberas tenía pequeños hoyitos bordeados de negro, al igual que las sillas. La cosa se estaba saliendo de control. El carro era como un cementerio de cenizas, porque él insistía no solo en manejar, sino en fumar dentro con las ventanas cerradas.
No había forma de ganar esta lucha, pero como nos dijo una vez su mejor amigo, Rolando Izquierdo (Rolando Lamar, que era su segundo apellido, cuando emigró a Miami), “a esta edad, ¿de qué me vas a amenazar?”. Y pues sí, no es que a estas alturas del partido un cambio en el estilo de vida iba a hacer una diferencia. Ya estaba cerca de cumplir los 80.
Cuando enfermó, por suerte todo sucedió relativamente rápido, pero dando los tiempos justos para despedidas. En el hospital nos pedía sus amados tabaquitos y por más que se le explicara que estaba conectado al oxígeno y que eso no era una buena idea, además de que en el hospital eso está prohibido, nos insistía firmemente en su petición. Esto fue algo difícil.
Ya acercándose al final, regresó a casa para pasar lo más cómodo y tranquilo posible sus últimos días. No bien entramos, nos pidió su tabaquito. El doctor dijo que literalmente hiciera lo que quisiera y le hiciera feliz, así que tabaquito time it is. Trató de encenderlo y notamos que le costaba muchísimo, no lograba mantenerlo prendido. Claro, tenía que esforzarse para aspirar y esos pulmones ya estaban todos descosidos.
No sé por qué, si fue Caridad o quién, pero la vocecita en mi cabeza me dijo, “guárdalo, porque ese es su último tabaquito”. Busqué una servilleta y lo envolví, cuando él, frustrado, decidió que mejor era acostarse un rato.
Efectivamente, ese fue su último tabaquito. Y hoy 23 años después, se los presento. Lo he tenido preservado en un cuadro con su plaquita y se nota en él el paso de los años. En mi casa anterior lo tenía cerca de la sala, luego me lo llevé a la casa de la playa, que era su lugar favorito. Ahora vive en mi cuarto, cerca de su amada colección de libros de Agatha Christie.



