Pareciera que los escritos se hubiesen publicado invertidos. No es un error, es que a veces la realidad supera la ficción. Es real y tangible mi enfoque en el agradecimiento genuino, que sale disparado del corazón sin pensarlo, por lo más pequeño, por lo que damos por merecido.
Bueno, esta semana el universo se encargó de que, si no estaba clara, quedara clarísima. Como la película “Una serie de eventos desafortunados”, las cosas pasaron así.
Preparadísimos para pasar el Año Nuevo con personas muy queridas para nosotros, continuando con una tradición de muchos años, partimos. No me pregunten si fue el cuello ortopédico, el sueño, tener las manos ocupadas, la lluviecita, la emoción de abordar, la ansiedad por conseguir un buen puesto o la determinación por dejar fluir todo sin expectativas. La cosa es que dejo en el muelle la bolsa que contenía mi cartera.
Dormito mecida por las olas en el bote para llegar a un muelle que se meneaba bajo una pertinaz lluvia, como dicen por acá y que se volvía arenas movedizas bajo nuestros pies. Bajan bultos, coolers, cajetas, de todo y me doy cuenta de que me falta algo. Trago grueso esperando que aparezca entre las cosas que siguen saliendo de los depósitos y nada. NADA. Empiezo a hacer un inventario mental de lo que ahí había, dándolo todo por perdido y a medida que voy completando la lista, se me va encrespando la nuca.
A lo hecho pecho y a llamar al muelle donde por supuesto, nadie sabe nada y mis esperanzas de un milagro se van derrumbando una lentejuela a la vez. OK, decidimos afrontar el tema en un ratito para dirigirnos a la casa que habíamos alquilado, huyendo del agua. Explota la primera chispita. No cabíamos en el transporte y aparece de no sé dónde una mulita extra donde nos pudimos acomodar todos con las maletas. Muelle lleno de gente, bajo la lluvia, vísperas de Año Nuevo.
Llegamos a la casa y sentimos que nos habíamos sumergido en algo que se debe parecer el inframundo. Resumo para no aburrir: saturada de humedad, olor penetrante, moho en el baño, fallos eléctricos, tristeza, abandono, nostalgia y decepción. Congelada en el tiempo, sin embargo, el tiempo si pasó por ella. Sigue lloviendo. No nos podemos quedar ahí. En paralelo continúa la saga por la recuperación de la cartera, para lo cual uno de mis hijos se sacudió las sábanas y salió corriendo con la esperanza de que se materializara en el muelle.
Llamadas telefónicas iban y venían, en Año Nuevo, en una isla, era infinitamente improbable lograr alojamiento. Y ocurre la segunda chispa. Una querida amiga nos abre las puertas de su casa, revuelve su familia, cambia sus planes y nos recibe. Sigue sin aparecer la cartera. No hay cámaras, nadie la ha visto. Sigo con el inventario. Ya había verbalizado que las medicinas de mi esposo, que son de vida o muerte, estaban ahí. Al igual que mi wallet con el contenido que debería reponer luego de horas de largas filas en entidades públicas y privadas. Lo que era irremplazable era un rosario conmemorativo de la segunda visita del Papa Juan Pablo II a Cuba, que me regaló mi tío sacerdote del cual les he contado antes y el cual va pegado a mi desde entonces.
“Ayyyy Rosario, no me vayas a abandonar así, ayúdame a que aparezca la cartera, tío Juan mete la mano”. Y ocurre la tercera chispa que fue fulminante, como el topón en Las Tablas terminando el martes de carnaval. Me llama mi hijo, que volteó al revés la terminal cundida de personas para decirme que ENCONTRÓ LA CARTERA. Y que todo estaba completo, no faltaban ni cinco centavos. Un alma samaritana la encontró y la llevó a la oficina, donde estaba esperándome, entre avergonzada y orgullosa.
Siguiente paso, necesitaba que me la mandaran por las medicinas, porque también estaban las mías, pero ya no había más botes ese día. Nos encomendamos y decidimos disfrutar cada momento, mientras buscábamos opciones para volver a Panamá al día siguiente. Cuarto chispazo. Nos ofrecen regresar en un avión que iba vacío hacia la ciudad al día siguiente en la tarde.
Luego de un par de vinos para pasar el susto, dormí la mejor siesta en muchos años. Al día siguiente, luego de nutrir el espíritu a través del cuerpo con unas tostadas francesas con ron ponche, el mar y yo volvimos a conversar sin prisas ni reclamos como hacía mucho tiempo no hacíamos.
Todo salió al revés de lo esperado, pero todo terminó bien. Todo pasa por algo y todo tiene una razón, que, aunque no la entendamos en el momento, luego la agradeceremos. Es así como volvemos al mismo punto. GRACIAS 2024 por ese ángel en la tierra que hizo lo correcto. Por los que se incomodaron por darnos un espacio a nosotros. Por los que se salieron de sus caminos por hacer nuestra vida más fácil. Sin esperar nada a cambio.
Tenemos tanto que dar en el 2025.



