Hace poco retomé el gusto por bordar. Por mil razones, unas terapéuticas otras porque me recordaban mis antepasadas que se deleitaban con este arte y también porque me traían lindos recuerdos de mi etapa escolar, en la cual bordamos de todo un poco.
Ahora a mi edad, me di cuenta de que me costaba mucho más que antes. ¡Por supuesto, no veo bien! Ni con lentes. Ni con las lupas que se añaden a los ya incómodos espejuelos.
Pero bueno, pensé, un reto más para lograr lindas imágenes de las cuales me sentiría orgullosa.
Entonces, entre puntada y puntada, me di cuenta, como dicen en Panamá, “me cayó el cuara” que el bordado es como nuestra vida. A veces nos salimos de las líneas y nuestra vida no es tan perfecta como en teoría dice el diseño. A veces escogemos una puntada o un color de hilo que tampoco, al final, notamos es el más adecuado.
Pero y eso, qué tanto importa. Si al final el diseño no quedó tan perfecto como esperábamos, me pregunto, ¿hace alguna diferencia?
¿Será que los bordados perfectos son más felices? ¿O se sienten más plenos? ¿O es acaso que las puntadas no tan exactas a la métrica esperada merecen menos? ¿O solo existen para ser desechadas y el único remedio es halar el hilo de vuelta y deshacerlas?
Es que así es la vida. Algunas puntadas nos quedan chuecas, otras no siguen la línea del patrón, algunas son más grandes que otras, en algunos casos nos quedan espacios entre ellas que no están supuestos a existir.
Pero al final, la flor quedó terminada, las hojas rellenas, los tallos completos y nosotros debemos sentirnos satisfechos por el trabajo realizado. Eso si, guardando en la memoria el aprendizaje de los errores cometidos para evitarlos en lo que nos queda en el camino.
Orgullosos, satisfechos, completos, felices. Eso es lo más importante. Lo demás tiene arreglo, aunque eso signifique halar el hilo y deshacer las puntadas realizadas. Siempre las podremos volver a bordar. Con otra puntada, con otro color, con otra técnica.